27 de marzo de 2006

Juárez

La semana pasada fue más que caótica, me pasaron cosas extrañas por la mente y por el cuerpo y por la vida, de modo que estuve más que desconectado de la blogósfera. Es una pena porque me quedé con muchas cosas por comentar, pero lo que sí no quiero dejar pasar a pesar es el asunto de Benito Juárez.

Para los despistados que no son mexicanos Juárez fue presidente de México en un período complejo de la historia (en la década de 1860) y le tocó combatir la última invasión que nos llegó de Europa: la intervención francesa que entronó en México al austriaco Maximiliano de Habsburgo.

El asunto es que Juárez como tantos otros pesonajes de la historia está increiblemente sobrevaluado; la semana pasada se celebró el bicentenario de su nacimiento y, como estamos en período electoral, resulta que todos ahora son juaristas.

López Obrador es juarista (él siempre ha enarbolado la bandera de Juárez, desde hace seis años), Madrazo es juarista, Calderón, Fox, vaya hasta la iglesia católica resultó juarista (la imagen oficial del personaje lo pinta como liberal, laico e impulsor de medidas en contra de la iglesia). Se convirtió en una semana en una imagen enteramente light y con ingredientes para todos los gustos, colores y sabores. Se recordó su medianía, su entereza, su origen indígena, su defensa por la nación, en fin, todo un santo el señor y además bandera de campaña multicolor.

Para regresarlo a la tierra voy a recordar sólo tres cosas del personaje que ustedes seguramente saben pero no está de más enfatizar.

El tratado McLane-Ocampo. Para conseguir apoyo y recursos después de una larga guerra en contra de Francia que había dividido y empobrecido el país, Juárez ofreció a los Estados Unidos libre tránsito por el Istmo de Tehuantepec, sin aranceles, además de la oportunidad de construir un ferrocarril transístmico para aproximar el Atlántico con el Pacífico (recuerden que todavía no existía el Canal de Panamá). En pocas palabras cedió la soberanía de una franja importantísima del territorio. Afortunadamente para nosotros el congreso estadunidense rechazó el acuerdo por considerar a los mexicanos poco confiables. Así, quedó sólo como anécdota.

La desamortización de los bienes de la iglesia. La idea era poner grandes cantidades de tierra en poder de la iglesia a trabajar, de modo que fueran productivas e impulsaran la economía. El pero es que no sólo se expropiaron bienes eclesiásticos sino también comunitarios indígenas. Es decir a las comunidades se les despojó de las tierras comunitarias que servían para equilibrar el ingreso familiar. El resultado es que estas tierras (las de la iglesia y las indígenas) se vendieron a pocas personas lo cual generó los inmensos latifundios que luego fueron el pilar del régimen de Porfirio Díaz.

Juárez como casi todos los mandatarios del siglo XIX mexicano llegó al poder enarbolando la bandera de la no reelección; y como casi todos los mandatarios del siglo XIX apenas pudo se perpetuó en el poder. De hecho Juárez murió presidente, y fue Melchor Ocampo (su vicepresidente) el que concluyó ese período. De hecho Porfirio Díaz se alzó en contra de este régimen argumentando... que creen... la no reelección.

Entonces, Juárez tuvo cosas buenas y cosas malas, como todos, no es el santo que el panteón oficial nos quiere hacer creer. Tampoco es el demonio que el conservadurismo moderno cree. Vale la pena recordarlo ahora que todos en el escenario político son juaristas (todavía hoy leí una nota de la Suprema Corte diciendo que son juaristas).

Mañana parto para San Luis Potosí y estaré ahí hasta el viernes, de modo que es muy posible que regrese a este espacio la próxima semana, junto con el horario de verano.

Adiós

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